No sentían,
sus pies, cansancio alguno. El largo trayecto de caminata consumado por la
procesión había sido agotador, pero su cuerpo estaba habituado a los esfuerzos agudos.
Se separó del grupo de monjes que lo acompañaba y se subió a un automóvil junto
a dos de sus hermanos. Su cuerpo parecía muy pequeño allí dentro, envuelto en
aquel paquete metálico. El coche surcó las calles irregulares de Saigón tomando
un camino que él no conocía. Thich -así se llamaba- miraba fijamente hacia el
frente. Thich veía sin mirar. Bajó la mirada y observó sus palmas y muñecas: He hecho lo que he podido hacer -se dijo-, he hecho lo que he podido –se dijo, otra vez-.
El sol se
apoyaba sobre el edificio de la embajada y dificultaba la vista al avanzar
sobre la acera. Al llegar al destino previsto, el coche se detuvo con
dificultad -era un auto elegante, pero el uso constante lo había estropeado
bastante-. Uno de los hermanos de Thich abrió la puerta con fuerza y fue el
primero en bajar del coche, lo hizo con una pequeña almohada en sus manos;
eligió un sitio adecuado para acomodarla sobre el cemento. El otro hermano,
abrió entonces el baúl y de allí sacó un bidón colmado de nafta negra.
Thich fue el
último en bajar del auto, lo hizo dejando la puerta abierta. Avanzó hacia la
almohada, con pasos lentos y pausados. Sonrió a sus hermanos, que se alejaron
unos pasos, en respuesta a su gesto. Thich se sentó entonces sobre la almohada,
dibujando la posición del loto: las rodillas mirando hacia el suelo, el pecho
erguido, la cabeza acariciando el cielo, las manos trazando su mudra. Sus
hermanos vaciaron el bidón sobre el cuerpo y cabeza del monje sentado, hasta la
última gota vaciaron aquel bidón.
Manteniendo
la perfección del loto, Thich recitó con una voz gruesa -“Nam Mô A
Di Đà Phật”-. Encendió un fósforo, arrastrando la cresta del palillo
de madera por encima del cemento y se lo arrojó sobre su cuerpo; Thich pensaba en sus hermanos, pensaba en todos
aquellos que no estaban allí físicamente. -“Nam Mô A Di Đà Phật”-
dijo de nuevo, mientras el fuego masticaba su ropa y su carne se ennegrecía en
las fauces de las llamas. No volvió a mover un músculo. No volvió a
pronunciar sonido alguno.
Muchas
personas se habían agolpado a su alrededor. Algunos sollozaban, otros rezaban;
los avezados clamaban al cielo con todos sus brazos, preguntándose qué dioses habrían
de poder apagar aquellos fuegos. Hubo un eclipse de humanidad: todos los
hombres y todas las mujeres murieron un poco, ese día.
Lo
presente y lo atemporal se habían tocado. El sol dejó paso, entonces, a un
rocío fugaz. Arribó la calma de la lluvia. Cuando todos los humanos callan. Cuando,
de pronto, ya no hay más nada por decir.